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El poder de las palabras

Cuando pensamos en el lenguaje, solemos asociarlo con nuestra capacidad para comunicarnos con otras personas o para transmitir información. Así, del mismo modo que los medios de transporte nos permiten desplazarnos de un lugar a otro, consideramos el lenguaje como un vehículo para transmitir contenidos de unas personas a otras. Como veremos en este artículo, el lenguaje es mucho más que un mero instrumento para compartir información. Las palabras constituyen una parte esencial de nuestro entorno o de la realidad en la que nos desenvolvemos y, por tanto, debemos prestarles una atención muy especial.

Si bien otras especies animales también utilizan diversos tipos de señales para comunicarse (químicas, acústicas, visuales, eléctricas, ciertos tipos de “danzas”…), se ha señalado la complejidad de nuestro lenguaje como una de las características que más nos diferencia como humanos y que ha contribuido al surgimiento de muchas de nuestras cualidades más sobresalientes. En este artículo queremos detenernos a analizar el papel del lenguaje en nuestro funcionamiento psicológico cotidiano.

El lenguaje consiste en la utilización de signos (p. ej., secuencias de sonidos, signos gráficos, gestos, señas, etc.) para representar otros estímulos que pueden no estar presentes en ese momento o lugar. En otras palabras, nos permite traer al aquí y ahora eventos, personas u objetos de nuestro pasado o de otros lugares o recombinarlos de formas que no existen en el mundo real. Este fenómeno, que de tan cotidiano puede parecer trivial, tiene unas implicaciones inmensas, dotando al ser humano de sus capacidades creativas, científicas o narrativas.

El lenguaje amplía nuestro contexto, pues ya no nos situamos únicamente en nuestro entorno físico inmediato, sino que podemos interactuar con otros estímulos ajenos a él y que hacemos presentes mediante el lenguaje. Y no solo hacemos presentes estos estímulos, sino las emociones asociadas a ellos, en ocasiones muy intensas. Pensemos por ejemplo, en lo que sentimos y experimentamos cuando leemos una novela o vemos una buena película. O cómo a veces basta con recibir un breve mensaje de texto para que nuestro humor cambie radicalmente (para bien o para mal). Cómo nos afecta en ocasiones un breve comentario de nuestra pareja, de nuestra madre o de nuestro jefe. O cómo el que nos digan que un ser querido está en el hospital ya genera emociones muy intensas sin necesidad de ver directamente a la persona sufriendo o herida. En resumen, debemos ser conscientes de que vivimos en una realidad no solo física sino también lingüística.

Y sin embargo, en nuestro día a día solemos hacer un uso muy descuidado de esta herramienta tan potente, ya sea en la forma en que nos comunicamos con los demás o en cómo nos dirigimos a nosotros mismos (es decir, nuestros pensamientos). Con frecuencia exageramos, distorsionamos o sesgamos la realidad y como resultado de todo ello el lenguaje se convierte en un arma arrojadiza que lanzamos a otros o a nosotros mismos.

Muchos de los problemas psicológicos por los que las personas acuden a consulta tienen un componente lingüístico muy importante. A continuación te proponemos algunas pautas que te ayudarán a utilizar el lenguaje a tu favor:

  1. Evita las exageraciones: ¿Cuántas veces utilizamos expresiones como “he tenido un día horrible”, “no lo puedo soportar”, “si mi relación se rompiera me moriría”, “soy una persona desgraciada”? Estas expresiones, que muchas veces catalogamos como “formas de hablar”, tienen un impacto real en nuestras emociones. Aunque las usemos de forma figurada, las palabras que empleamos tienen asociado un valor emocional. Reemplaza expresiones por otras más realistas y ajustadas a la gravedad de la situación. Por ejemplo, “hoy me han pasado cosas desagradables”, “lo estoy pasando mal”, “me dolería mucho que mi relación se acabase”, “estoy pasando una época difícil”.

  2. No expreses críticas a otras personas cuando estás enfadado: Cuando nos enfadamos o nos molestamos con otras personas, nuestras emociones pueden ser tan intensas que nos llevan a utilizar palabras graves o hirientes de las que, con frecuencia, nos arrepentimos una vez se han calmado los ánimos. Sin embargo, esas palabras resultan dolorosas a la otra persona, por mucho que sepa que estamos enfadados al decirlas. Por ello, cuando los ánimos se caldean conviene aplazar la conversación y retomarla en otro momento en el que nuestras palabras sean una representación más ajustada y proporcionada a la realidad.

  3. No sobregeneralices: Cada vez que utilices palabras como “nunca”, “nada”, “siempre”, “todo” deberían saltar tus alarmas, ya que probablemente no estés describiendo la realidad de manera realista. Por ejemplo, cuando decimos “nunca volveré a ser feliz” estamos anticipando un futuro del que no tenemos pruebas y lo hacemos desde un estado de ánimo negativo que nos lleva a extraer conclusiones catastróficas. Asimismo, cuando decimos “lo haces todo mal” es casi seguro que estemos pasando por alto una infinidad de cosas que la otra persona hace bien continuamente. Y el gran problema es que estas expresiones pueden actuar como “profecías autocumplidas”, es decir, si anticipo que todo irá mal o que no conseguiré nunca lo que quiero es más probable que “tire la toalla” y deje de intentarlo.

  4. Dedica tiempo a pensar y hablar sobre temas que te hagan sentir bien: Dado que las partes negativas de nosotros mismos, de los demás o de nuestra vida suelen percibirse como una amenaza o generar emociones muy intensas, con frecuencia nuestra atención se ancla en estos temas a los que damos vueltas sin cesar. Para contrarrestar esta tendencia, es esencial que hagamos un esfuerzo explícito por dedicar atención también a lo largo del día a todas aquellas circunstancias positivas, que también están presentes pero que solemos dar por sentadas. Dedicar tiempo a pensar sobre aquellas cosas que nos gustan, nos hacen felices o nos hacen sentirnos a gusto con nosotros mismos contribuirá a mejorar nuestro estado de ánimo.

  5. Expresa gratitud: Cuando damos las gracias a otra persona, contribuimos a afianzar nuestra relación con ella y hacemos más probable que en el futuro vuelva a ayudarnos o a tener gestos amables con nosotros. Pero también estamos haciendo un ejercicio de expresar verbalmente que algo nos gusta o ha sido positivo, de reconocer que otra persona ha tenido un gesto que nos ha gustado. El mero hecho de identificarlo y ponerlo en palabras ya tiene un efecto muy positivo sobre nuestras propias emociones.

  6. Emplea tus conversaciones con otras personas a favor de tu bienestar psicológico: Nuestras conversaciones sociales tienen un “efecto lupa”. Si dedicamos tiempo a quejarnos con nuestros amigos, familiares o pareja de nuestras condiciones laborales, nuestros conflictos con otras personas, nuestros complejos físicos, etc. el efecto más probable será que los demás, en un intento de apoyarnos y de empatizar con nosotros, dediquen también atención a estos temas, compartan experiencias similares o se indignen con nuestras quejas, con lo cual nuestro malestar se va retroalimentando. Lo contrario también es cierto: emplea la oportunidad que los demás te brindan para amplificar aquello que quieras potenciar: comenta sobre temas positivos y constructivos, sobre esfuerzos que estás haciendo por progresar o afrontar situaciones difíciles, etc. y será más probable que tu entorno te siga y te apoye de forma constructiva.

En conclusión, escoge con cuidado las palabras que utilizas en tu día a día pues tienen un efecto real tanto en tus emociones como en tus comportamientos. Y, por supuesto, ten en cuenta que el lenguaje no es solo un medio de comunicación con otras personas sino también contigo mismo, pues cada vez que hablas o piensas tú mismo también eres oyente o receptor de ese mensaje y, como tal, te ves influido por aquello que dices. El lenguaje es, por tanto, un arma de doble filo, pero si estás atento a emplear un discurso realista y constructivo tendrás una potente herramienta que podrás utilizar a tu favor.


Irene Fernández Pinto

Psicóloga con autorización sanitaria colegiada con número M-22996. Licenciada por la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), máster en Terapia de Conducta por el Instituto Terapéutico de Madrid (ITEMA) y máster en Metodología de las Ciencias del Comportamiento y de la Salud (UAM-UNED).


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