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¡El tiempo vuela! ¿Quieres sentir que tu vida dura más?

El día tiene 24 horas y las horas, 60 minutos. Pero por mucho que tengamos claro que todos los días y horas tienen la misma duración, no todos ellos parecen igual de largos. Es más, nos da la impresión de que con la edad el tiempo pasa cada vez más rápido y los meses y los años se nos van escapando de las manos. Y por si esto fuera poco, cuando estamos disfrutando parece que el tiempo vuela, pero cuando estamos impacientes o sufriendo sentimos como si se hubiera quedado congelado.

¿Por qué pasan estos fenómenos? Y, tal vez más importante, ¿hay alguna forma de usar estos mecanismos en nuestro beneficio?


¿Qué es el tiempo?

Contar con un sistema temporal de referencia cumple una función social muy importante, ya que nos permite ordenar sucesos y coordinarnos en las acciones que tendrán lugar en distintos intervalos. Por ello, distintas culturas a lo largo de la historia han establecido diferentes sistemas para medir el paso del tiempo, que en la actual sociedad globalizada han cristalizado en nuestros relojes y calendarios. Estos instrumentos, gracias al desarrollo científico y tecnológico, gozan actualmente de una gran precisión y objetividad.

Sin embargo, la manera en que concebimos, empleamos y percibimos el tiempo no es tan objetiva. Por ejemplo, la puntualidad no se concibe de la misma manera en Alemania que en la India. Asimismo, las sociedades anglosajonas tienen una concepción más estática y secuencial del tiempo que las latinas, en las que se percibe de forma más fluida, flexible e incluso más lenta.
Las personas aprendemos a estimar el paso del tiempo de acuerdo con referencias externas. Podríamos decir que “sincronizamos nuestro reloj interno con el reloj externo”. Una vez que hemos consolidado este aprendizaje, solemos ser capaces de identificar con una precisión razonable el tiempo transcurrido o la duración de un evento. Sin embargo, en determinadas circunstancias parece como si “nuestro reloj se desincronizase” y sentimos que el tiempo pasa demasiado rápido o demasiado despacio.

¿De qué depende nuestra percepción del paso del tiempo?

Aunque se han formulado distintas explicaciones a este tipo de fenómenos, una de las más extendidas es la planteada por Michael G. Flaherty, que defiende que la clave está en la densidad de la información (objetiva y subjetiva) que procesamos y almacenamos cuando tenemos una experiencia. A mayor cantidad de información novedosa asociada a una experiencia o tarea, más lentamente sentiremos que transcurre el tiempo, y viceversa.

Esto explicaría por qué cuando nos enfrentamos a una tarea novedosa o difícil sentimos que el tiempo pasa más despacio que ante tareas rutinarias y conocidas. También explicaría por qué a medida que crecemos sentimos que el tiempo pasa más deprisa, ya que cuando éramos niños la cantidad de experiencias y estímulos novedosos era mayor que en la edad adulta, momento en que nos acomodamos en nuestras rutinas y el entorno nos resulta más predecible y conocido.
A esto se suma el hecho de que, en nuestra infancia, un intervalo temporal determinado (p. ej., un año) se corresponde con una proporción mayor de nuestra experiencia vital total, mientras que según crecemos cada año supone un segmento mucho más pequeño de nuestra vida. Este fenómeno se plasma en este sobrecogedor gráfico en el que se muestra cómo cambia nuestra percepción del paso de los años.

La teoría de la densidad de la información también permitiría entender por qué en situaciones en que estamos más concentrados, o incluso meditando (es decir, centrando nuestra atención en estímulos presentes en la situación en lugar de dejarla divagar), el tiempo también parece transcurrir más lentamente, ya que intensificando la atención que prestamos a los estímulos también estamos aumentando la densidad de la información que procesamos. Esto encajaría con los planteamientos del “movimiento slow”, que propone dejar de lado las prisas y la estimulación constante a la que estamos sometidos, “saborear” los momentos y centrarnos en las experiencias del aquí y ahora, con el fin de disfrutar más del momento y generar la sensación de que el tiempo pasa a un ritmo más pausado.

Otro factor a tener en cuenta es la cantidad de atención que prestamos al paso del tiempo. En situaciones de espera, impaciencia o aburrimiento da la impresión de que los minutos pasan más despacio y esto parece verse explicado porque estamos más pendientes de la cantidad de tiempo que ha transcurrido, lo cual ralentiza nuestra experiencia.
Experimentar emociones negativas muy intensas también enlentece nuestra percepción temporal, creando un efecto de “cámara lenta”. Por ello, los momentos de dolor o angustia parecen eternizarse, tanto mientras los experimentamos como cuando los revivimos en nuestra memoria, ya que atendemos y almacenamos muchos más detalles en estas situaciones.
El efecto de las emociones positivas sobre la percepción temporal no resulta tan claro ni se ha analizado con tanto detenimiento. Algunos autores describen un estado de fluidez, en el que el tiempo pasa muy deprisa, y que se produce cuando estamos disfrutando de una actividad en la que estamos muy involucrados y concentrados hasta el punto de ignorar por completo el paso del tiempo. Por tanto, parece que estar ocupado a la par que entretenido acelera la percepción del paso del tiempo. En cambio, es posible que experimentar una emoción positiva muy intensa (con mucha densidad informativa), ya sea por las características intrínsecas de la situación o por el efecto de nuestra atención (“saborear el momento”) podría alargar la experiencia subjetiva.

En resumen, parece que percibimos que el tiempo pasa deprisa en situaciones en las que estamos bastante ocupados con actividades que tenemos bastante automatizadas o que nos resultan motivantes y entretenidas. En cambio, el tiempo parece que pasa más lentamente cuando estamos sufriendo o focalizando nuestra atención y pensamientos en los estímulos presentes en una situación, esperando a algo y prestando atención al paso del tiempo o en circunstancias novedosas, problemáticas o complejas que nos requieren procesar mayor cantidad de información novedosa. En circunstancias habituales que no se encuentren en ninguno de estos dos extremos, nuestra percepción del paso tiempo suele ajustarse bastante a la realidad.

¿Qué podemos hacer para ralentizar el paso del tiempo?

Del mismo modo que podemos hacer ciertos cambios en nuestros hábitos cotidianos para alargar la duración “objetiva” de nuestra vida (p. ej., hacer ejercicio, dejar el tabaco, llevar una alimentación más saludable…) también podemos hacer otros cambios que nos ayuden a alargar la duración “subjetiva” de nuestra vida, es decir, a sentirla como más larga y llena de experiencias.

Evidentemente, ciertos cambios, como infligirnos daños físicos o emocionales, aburrirnos o pensar continuamente en el paso del tiempo, aunque conseguirían este fin, no son nada recomendables, ya que empeorarían nuestra calidad de vida. Por ello, nos centraremos aquí en algunas sugerencias que nos puedan ayudar a mejorar tanto nuestro bienestar como la duración percibida de nuestro tiempo.

  1. Aprende cosas nuevas y desarrolla habilidades: Como hemos visto, la novedad es uno de los principales determinantes de nuestra percepción del paso del tiempo. Aprender es una de las mejores maneras de aumentar la densidad informativa de una situación, sin contar con todas las demás ventajas que pueda tener. Nunca es tarde para plantearse aprender idiomas, leer libros sobre temas nuevos, practicar algún deporte o actividad al aire libre, aprender a bailar o a tocar algún instrumento o iniciarse en cualquier afición.

  2. Haz cambios en algunas de tus rutinas: Las rutinas son útiles y necesarias. Nos permiten liberar la atención de lo accesorio y centrarla en lo que verdaderamente la requiere. Además, nos ayudan a mantener hábitos necesarios con menos esfuerzo que si tuviéramos que estar tirando siempre de “fuerza de voluntad”. Sin embargo, si hacemos una rutina inamovible de cada parte de nuestros días sentiremos que estos pasan en un suspiro y, echando la vista atrás, tendremos pocos recuerdos memorables. En cambio, introduciendo algunos cambios puedes contribuir a enriquecer tus experiencias cotidianas. Por ejemplo, cambia el itinerario que haces de camino al trabajo, plantéate cocinar alguna receta nueva todas las semanas, ponte de acuerdo con tu familia para que cada fin de semana sea uno el que elija la película que vais a ver, sorprende a tu pareja con una llamada o un gesto cariñoso inesperado, saca temas de conversación diferentes…

  3. Viaja: Cuando viajamos nos vemos expuestos a nuevos estímulos, formas diferentes de hacer las cosas, rituales y comportamientos curiosos… Todo esto enriquece nuestras experiencias y, además, nos obliga a estar más atentos y a vivir el presente con más intensidad, ya que las actividades cotidianas (como desplazarnos o comunicarnos) se vuelven más desafiantes.

  4. Pon freno al estrés: Cuando nos encontramos sobrecargados de tareas cotidianas que apenas nos da tiempo a hacer, ya sea en el trabajo o en casa, el resultado es que el tiempo pasa en un abrir y cerrar de ojos, acabando con la frustración de que el tiempo se ha esfumado y no nos ha dado tiempo a hacer todo lo que queríamos. Haz pausas, delega en otras personas, plantéate otras formas de organizar tu tiempo, etc. El resultado será, no solo una percepción menos apresurada del paso del tiempo, sino una mayor calidad de vida y probablemente mayor eficacia y productividad.

  5. Experimenta el momento presente y saboréalo: Hacer pausas para contemplar nuestro entorno, fijarnos en cómo están las personas que nos rodean, entrar en contacto con nuestro cuerpo y nuestras sensaciones físicas, pararnos a disfrutar de la comida, del clima o de la compañía… son cosas muy sencillas que nos ayudarán a frenar la percepción del paso del tiempo. Presta atención a lo que está pasando aquí y ahora en lugar de estar “metido en tu cabeza” dando vueltas a tus preocupaciones y pasando de una actividad a otra. La práctica regular de la meditación puede ayudarte a conseguir este objetivo.


Irene Fernández Pinto

Psicóloga con autorización sanitaria colegiada con número M-22996. Licenciada por la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), máster en Terapia de Conducta por el Instituto Terapéutico de Madrid (ITEMA) y máster en Metodología de las Ciencias del Comportamiento y de la Salud (UAM-UNED).


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