¿Por qué quieres saber qué tipo de sándwich eres?

Las personas clasificamos. Clasificamos todo lo que nos rodea: las cosas que conocemos, las cosas que nos gustan, y también nos clasificamos a nosotras mismas. Nuestra forma de entender el mundo implica etiquetas, tanto físicas (“soy rubia”, “soy alto”) como de personalidad (“soy gracioso”, “soy extrovertida”). Construimos nuestra identidad sobre las etiquetas que nos conforman, que recogen nuestra forma habitual de comportarnos en diferentes ambientes y resumen la percepción que los demás tienen de nosotros. Las etiquetas, y particularmente aquellas referidas a lo que entendemos como personalidad, definen las expectativas propias y ajenas sobre nuestro comportamiento. Y, al mismo tiempo, también responden a ese impulso de definirlo todo, de reducir la incertidumbre con la que nos relacionamos con el mundo.

La fascinación de los humanos por definirnos no es nada nuevo: ya en la cultura clásica Hipócrates introducía el concepto de temperamento, y muchos autores después de él han seguido este camino desde diferentes variantes. Todas ellas comparten un objeto de estudio común: las diferencias individuales en el comportamiento de las personas y la búsqueda de patrones compartidos. Desde el horóscopo hasta los tests sobre ¿Qué gato eres?, pasando por las famosas 16 personalidades, donde se recogen un conjunto de características que se juntan en cuatro grandes grupos para acabar definiendo a la persona al completo, en la actualidad es muy fácil encontrar formas de definirnos. Hemos aprendido a reconocer patrones en las distintas maneras que tenemos de responder en cada momento, a generalizar estos comportamientos a nuestra forma de ser. No hay una única manera de etiquetarnos: podemos decir que, como nací el 27 de septiembre, soy libra y por lo tanto me cuesta tomar decisiones; o, como soy INFP, soy amable y altruista. Tanto el horóscopo, como las famosas 16 personalidades de Myers-Briggs, como cualquier otro sistema de etiquetas que buscan explicar el comportamiento humano encajándonos en cajas predefinidas, incluyen con cada opción declaraciones ambiguas, pero al mismo tiempo lo suficientemente específicas como para sentirnos identificados al leerlas. Esta identificación viene de la mano de más cosas: puede hacernos reflexionar sobre nosotros mismos, puede hacer que encajen algunas piezas. Y, sobre todo, nos dan acceso a multitud de sensaciones agradables.

Sensación de comprensión 

Rellenar un test de personalidad supone un ejercicio de introspección guiado: ¿sueles mantener la calma bajo presión? ¿Sigues más a tu cabeza que a tu corazón? Y al final de este viaje de autoconocimiento, encontramos la recompensa definitiva: nos sentimos vistos. Conseguimos una etiqueta nueva, que por sí misma puede no significar nada, pero que viene acompañada de algo aún mejor. Una definición, de mayor o menor longitud, sobre quién eres. Las claves de tu identidad, de tu yo más profundo, redactadas con la suficiente ambigüedad para encajar en cualquiera, pero incluyendo detalles que te hacen pensar “Sí, definitivamente. Así soy yo.” Un efecto Forer en toda regla, en el que ante una descripción lo suficientemente vaga y general, proporcionamos nuestra propia interpretación a la definición, de modo que añadimos una lectura personal y, por supuesto, acertada.

Estas explicaciones sirven para normalizar nuestras experiencias, y también para reenfocar las emociones y sensaciones que pudimos sentir ante una situación concreta. Cualquiera que comparta nuestra etiqueta hubiera reaccionado así, o se habría sentido igual que lo hicimos nosotros en ese momento.

Sensación de justificación

La explicación del comportamiento que nos aportan las etiquetas no es solo retrospectiva; también es prospectiva. Con una etiqueta en la mano, podemos justificar lo que estamos a punto de hacer justo antes de efectivamente hacerlo. Si trabajo mejor bajo presión, ¿cómo no voy a dejar las cosas que tengo que hacer para el último día?

También nos permiten confirmar quiénes somos, y las ideas que tenemos sobre nosotros mismos. Analizamos la conducta, tanto la propia como la ajena, desde el foco de la idea que tenemos sobre cómo somos, sesgando las pruebas a favor e ignorando aquellas en contra.

Sensación de pertenencia

La etiqueta a la que llegamos al final del test no solo nos revela quiénes somos; también nos revela que no estamos solos en nuestra forma de ser. Incluso las etiquetas más inconsecuentes nos proporcionan una comunidad, en cierto sentido, porque nos permiten reconocer que esas características que tenemos se encuentran también en otras personas: un grupo más grande con el que identificarnos. Nos reconforta saber que hay otras personas que comparten nuestras experiencias y características, y que no somos el único sándwich mixto que existe en el mundo (“¡un 36% de la gente que completa este test es un sándwich mixto!”). 

Sensación de reducción de incertidumbre

Otra función más de las etiquetas es la de ayudarnos a navegar el mundo: resumen las expectativas que podemos tener sobre cómo comportarnos y, en algunos casos, también pueden servir a modo de guía en la vida. En el horóscopo se incluye una previsión de futuro (“Si eres Libra, esta semana va a ser tu semana”), y en los tests de personalidad se incluyen recomendaciones de futuro (“Si eres del tipo Protector, estos son los trabajos y las parejas que más te convienen”). 

Por otro lado, cuando colocamos estas mismas etiquetas con sus respectivas expectativas en los demás nos permiten anticiparnos a cómo actuarán, o a si las personas que nos rodean son compatibles con nosotros.

Y entonces… ¿cuál es el problema?

De por sí, no hay ningún problema en que quieras saber qué tipo de sándwich eres; es completamente natural. Tampoco tiene por qué haber necesariamente un problema en que te definas según determinadas etiquetas. Donde sí pueden aparecer problemas es al utilizar esas etiquetas exclusivamente para explicar por qué somos como somos, o a modo de guía de nuestro comportamiento. Porque el hecho es que estas etiquetas, si bien nos aportan multitud de cosas agradables ya mencionadas, no explican nuestra forma de actuar. Sirven para englobar un conjunto de características y patrones de comportamiento que tenemos, sí, pero no sirven para entender realmente a qué se deben. Para comprendernos a nosotros mismos, no es suficiente con leer descripciones genéricas en las que reconocernos; es necesario una reflexión más allá, partiendo de la base de nuestra historia individual y de aquellas situaciones que hemos vivido y los aprendizajes que hemos tenido. Todo esto varía de persona a persona, y si bien sigue siendo cierto que para cada quien existen tendencias a actuar de determinada manera en determinadas situaciones, no se debe a que seamos como somos según el mes en el que hemos nacido o nuestra puntuación en un eje de introversión-extroversión, sino a que hemos aprendido que actuar de esa manera nos resulta o ha resultado en algún momento beneficioso.

El problema de las etiquetas de personalidad puede radicar, por lo tanto, en que, al funcionar a modo de atajo para entendernos, nos dificulten al mismo tiempo entender cómo nos sentimos ante determinadas situaciones y qué es lo que necesitamos ante distintas circunstancias. También presentan un doble filo: facilitan la comunicación de rasgos globales, pero es posible que al mismo tiempo estén dificultándonos transmitir con exactitud las necesidades que tenemos, ya que muchas de las características que pueden aparecer juntas no tienen por qué hacerlo en todos los casos.

Que sepamos esto, sin embargo, no quita que rellenar tests de personalidad sigue siendo un pasatiempo entretenido que puede aportar momentos de reflexión (“¿Qué haría yo si ganara ahora mismo un millón de euros?”) y de reconocimiento (“Sí, si fuera un tono de verde sería ese tono de verde”). Y es que, al final, pocas cosas hay que nos resulten más agradables que reconocer en una lista nuestras cualidades positivas.


Ángela Escalada Angulo

Graduada en Psicología por la UNED, máster en Investigación en Psicología por la UNED. Actualmente cursando el máster de Psicología General Sanitaria por la Universidad Rey Juan Carlos (URJC).


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